La vinculación medieval con la uva tinta tempranillo
Tan variado su semblante en el viñedo peninsular como variado en su nomenclatura, inconfundible en la copa: “En la Mancha, la conocemos como Cencibel, tinta fina en Ribera del Duero, tinta de Toro, ull de liebre, es decir, ojo de liebre, en Cataluña”, como apunta Javier Sánchez Migallón, Director de El Correo del vino, la uva tempranillo marca el arraigo de una variedad adherida a la tradición de la tierra centenaria en su cultivo, ya desde la Edad Media; tanto es así, que refleja la asociación como seña de identidad de los tintos tan apreciados dentro y fuera de las fronteras españolas.
Ya sea en Rioja, donde donde a veces se la puede ver ensamblada con mazuelo, o también graciano, de tanino bronco y áspero, pero con muy respuesta a los coupages en crianza; hasta la meseta castellana, en Ribera del Duero y por supuesto, en La Mancha, con más de 29.000 Ha, hacen de la cencibel (comúnmente conocida por nuestros ancestros) el vino tinto por excelencia más valorado. Su reputada calidad no decepciona a quien espera tintos con fuerte carga frutal, especialmente en mercados más atrevidos e innovadores como el norteamericano; una fuerza aromática y finura en boca que se redobla a su paso por madera, con sus taninos de briosa juventud son sosegados por la doma del tiempo y largos meses en lecho de roble; entonces, esa fruta roja, fresca, cede a la fruta de compota, o más aún a los aromas complejos, terciarios, que durante años y generaciones han cautivado los paladares europeos: “Si coges una copa de vino nuevo, tempranillo, te aporta frutas rojas, sus rasgos más distintivos, si luego pasase a crianza, se adapta muy bien con aromas muy marcados y agradables a cacao, café, vaninilla”, apunta Sánchez Migallón.
Su matrimonio más avenido ha estado siempre ensamblado con la cabernet sauvignon la reina de las tintas en el viñedo internacional; si la tempranillo aporta la sensiblidad y elegancia, el carácter recio y potente en boca de la “salvaje” cabernet, le permite a aquella soportar mejor el envite del reposo en madera, con coupages idílicos para crianzas. Sin embargo, la ciencia del vino no es matemática exacta y a quien , ha sabido extraer del caprichoso juego de los ensamblajes, extraordinarios resultados en su dialogo con las variedades de corte menos conocido como la syrah o la sensible merlot.
De tradición y romántica leyenda
Si el paso pretérito del tiempo es fecundo a la tradición oral, los relatos pasados encuentran acomodo en los siglos medievales, tendentes a románticas interpretaciones; pudiera ser, a veces, carentes de fundamento y base científica o racional, pero por ello, cercanas al encanto romántico de leyenda, juglar y hazaña; y aunque pudiera compartir espacio sobre la mesa y mantel, con otras bebidas de naipe y trago pendenciero en taberna como la cerveza, de costumbres teutonas y dietas monacales, lo cierto es que el vino y su expresión más ligada al terruño con la vid, también se escribe en letras de fértil encanto viajero. Aunque no se ha podido documentar, hay quien entiende sostiene que los orígenes de la variedad tempranillo hunden sus raíces en lejanos viñedos parentescos, allende Roncesvalles, donde la ruta jacobea conectaba con los monasterios de Francia.
Por ejemplo, el gastrónomo Raymond Dumay, autor de ‘La mort du vin’ (1976) se atrevió a trazar una ruta paralela que al dictado de los cánones y preceptos del Císter, parte de la Borgoña, para llegar al Alto Loira, Bergerac, Burdeos para traspasar los Pirineos y alcanzar primero, Navarra, después, Rioja, más tarde las tierras regadas por el Duero hasta cerrar su periplo en la llanura manchega, en Calatrava (Ciudad Real), tierra entonces de frontera y conflicto con la media luna.
Nos situamos en la plenitud del siglo XII, con una Europa medieval que hierve en espíritu cruzado por retomar los Santos Lugares, y qué tendría en la Península Ibérica su firme bastión de la defensa de la cristiandad, a capa, cruz y espada, ideal de noble código de caballería. Unos ideales, que aunque siglos más tarde “secarían el seso”, del más ilustre de los caballeros en sus desventuradas hazañas, tendría, no obstante, el reclamo preciso de la Orden Militar, (monjes guerreros, consagrados a la Fé y lucha contra el infiel); suya fue la labor asignada a las tareas de repoblación durante las extensas tierras manchegas en el avance lento pero paulatino de Castilla hacia el sur. Así entendemos como La Mancha, se nutre los pilares de población con los señoríos otorgados a las órdenes militares de San Juan (de procedencia desde Tierra Santa), Santiago, en la zona oriental de La Mancha y Calatrava, en el suroeste de la provincia de Ciudad Real. Suya sería la expansión más decisiva con el retroceso del Islam (definitivo, tras la batalla de las Navas de Tolosa, en Jaén, en 1212). La más castiza de las Órdenes peninsulares, debe sus orígenes de fundación, precisamente, a Raimundo de Fitero, monje francés del Císter, que tras una meditación (ora et labora de los monasterios) pasará del claustro a los campos de batalla. Las fechas de ubicación se fijan sobre el 1157, cuando el rey castellano Sancho III requiere del llamamiento desesperado en la defensa de la frontera. Acudiría Raimundo de Fitero, a la postre fundador de la Orden de Calatrava en 1164.
Con la cruz, la espada y la podadera
De aquel hábito y coraza; sin despreciar el anterior influjo romano en el cultivo a la vid, hay quien atribuye, sin embargo, el cultivo arraigado de ciertas variedades de uva, a la innegable influencia de las técnicas viticultores de aquellos frailes. Incluso, siendo aún más arriesgada la afirmación, y salvando la disparidad zonal del terruño, ciertos estudios aproximan la variedad tempranillo a la pinot noir, en su derivación clonal a lo largo de años: “San Raimundo de Fitero, fundador de la Orden de Calatrava, pudo haber sido el responsable de haber traído a la zona de La Mancha, como a otras regiones vitícolas de España y también de Francia, la variedad tempranillo, procedente de Borgoña, y que hay quien emparenta con la variedad pinot noir.”, apunta Manuel Martín Gaitero, ingeniero agrícola y edil en el ayuntamiento de Manzanares, en Ciudad Real (en plena tierra del campo de Calatrava, por cierto). Lo hace, sin ánimo de sentar cátedra, sino más bien, con espíritu de iniciar un rico y romántico debate sobre los orígenes del cultivo de la vid en La Mancha.
Está convencido de que el vino se presta al dialogo y el placer de una conversación en la mesa que presta oído paciente a las antiguas leyendas, sustrato cultural y cimiento de la vid en La Mancha.